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Ronald (en medio, segunda fila de arriba hacia abajo) como escritor y editor, con sus compañeros del personal del periódico de la escuela preuniversitaria.

      Las circunstancias no son tan peculiares como pudiera imaginarse. Se trataba simplemente de que tras haber dejado la casa familiar de los Hubbard en Helena, Montana, para reunirse con su padre en la base naval estadounidense de Guam, a sus dieciséis años, Ronald había obtenido un puesto a la mitad del curso escolar como instructor adjunto de inglés, en la escuela para nativos. Las aulas eran rudimentarias; los libros de texto, anticuados; y los alumnos de cinco a diez años, con relativa frecuencia, indisciplinados. Por ejemplo, una nota en el diario de Hubbard, referente a esta estancia en la isla, hace mención específica del acuchillamiento entre estudiantes. El problema primario, sin embargo, era de orden cultural y, desde una perspectiva más amplia, político. Es decir, que a pesar de las promesas verbales de la marina estadounidense y de cierta labor misionera lo suficientemente sincera, el estudiante de Guam había recibido de su sistema escolar un trato bastante deficiente. En general, se le consideraba torpe por naturaleza y por lo tanto desmerecedor de cualquier intento concertado de educación. De hecho, por encima de las acciones rudimentarias de “letras y sumas”, el chamorro típico no podía esperar que le enseñaran más que los “momentos culminantes de la historia americana”, que explicaran su ubicación dentro del dominio estadounidense, y charlas esporádicas sobre higiene personal.

      Los estudiantes del aula de L. Ronald Hubbard, a pesar de tener una choza de ramas de palma calurosa en extremo, disfrutaban, sin embargo, de un programa de estudios muy diferente. En particular, Ronald parece haber hecho hincapié en dos puntos significativos. Primero, quería que sus alumnos apreciaran el mundo que se extendía más allá de sus costas; y en segundo lugar, quería que comprendieran que en el saber se encontraba la clave de su participación en ese mundo. Tal y como llegó a ocurrir, ese mensaje habría de recibir muchas objeciones de las autoridades militares. Pero lo importante aquí –de hecho muy importante– eran los métodos de Ronald.

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Escuela preuniversitaria de Helena, Montana, donde Ronald asistió a clases durante su segundo año en este nivel educacional.

      Él ofrece dos ejemplos. Para transmitir el concepto totalmente ajeno de un rascacielos, cuenta cómo bosquejó chozas de nipa, una encima de la otra, hasta que obtuvo un boceto que se parecía al Edificio Woolworth . Mientras que para comunicar el concepto igualmente ajeno de un ferrocarril, nos cuenta cómo acopló tres o cuatro carretas, una tras de otra, en serie. Si el mensaje parece ser demasiado simple u obvio, la teoría subyacente habría de resultar de vital importancia, y de hecho va directa al corazón del proceso de aprendizaje: cómo se asimila la información de la mejor manera posible, y qué explica la existencia del estudiante aburrido y exasperado. Inevitablemente, las conclusiones de Hubbard en este caso servirían además para clarificar el problema implícito en su anécdota final del Pacífico Sur: por qué un joven ingeniero naval dedicaría horas a tratar de calcular la capacidad de carga de una barcaza de grava con cálculo avanzado, para que al final, un capataz nativo le dijera: “¿Ves esas marcas blancas de pintura en la parte delantera y posterior de la barcaza? Indican cuánta grava contiene”.


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