Y despuntando de ese inmenso sudario de tinieblas, siempre había habido un brote de luz, pero ya se había ido. Me fui de la universidad esa noche sintiéndome melancólico. Tenían un montón de libros apilados sobre un escritorio y los miraban con orgullo y decían: “¿Retórica? Hemos cambiado eso. Tenemos tantos estudiantes (unidades como las de 100 cms. cúbicos de agua) por clase y tantas clases por cada profesor y...”. Pelotón a la derecha, columna a la izquierda y al diablo con el asunto, tenemos demasiada gente que educar.

      La definición que usted tenía de los profesores permanecerá siempre en mi mente, como algo hermoso y casi tan raro de encontrar como el radio. Es necesario ser un genio para enseñar. Usted es ese genio. De su clase de retórica, que era tan concurrida, han salido hombres con quienes me encontré después, hombres que piensan. No importa que aquellas cosas cayeran en un inmenso terreno estéril. Eso era inevitable y nunca se podrá evitar. Hay muchos de nosotros, que deambulamos buscando por el mundo, quienes le recordamos y veneramos. Les he oído decirlo.

      No permita que esto le trastorne de ningún modo. Atribúyalo a que soy un rebelde, un inconformista, lo que sea. Uno de estos días voy a escribir esto en un libro, y su texto de retórica, muy estropeado a estas alturas, estará abierto junto a mí sobre el escritorio, cuando lo escriba.

      A los veinticinco años puede que sea peligroso tener semejantes pensamientos, tal vez fuera preferible dejar estos asuntos para mentes más reglamentadas que la mía.

      De todos modos y por lo que sea... Esta carta tenía que ser dirigida a usted esta mañana, confiando que usted estuviese bien y diciéndole que usted me ayudó de muchas maneras... y aquí está, una especie de ensayo rabioso sobre la educación, y estoy seguro de que usted ya tuvo de sobra respecto a este tema.

      De todas formas, aquí están mis mejores deseos para el mejor hombre que haya conocido jamás.

Un cordial saludo,


Firma de LRH
L. Ronald Hubbard


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